Excelsa y obscena; reflexiva y epidérmica; compleja y mordaz; de
frenética psicodelia, en ocasiones, la obra de Gonzalo Martré (1928), no
obstante ser una de las más significativas de la literatura mexicana,
es también una de las menos difundidas. Es, en lo que se refiere a su
divulgación, lo que suele denominarse la obra de un autor de “culto”, de
un heterodoxo. Y lo es por muy diversas razones: durante años (las
décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado) Martré fue el
argumentista principal de una de las historietas más exitosas en México,
Fantomas. La amenaza elegante, la cual dosificaba, como ninguna
otra lo ha hecho, una afortunada mezcla de ficción científica y
elementos culteranos; de cultura de masas y literatura a secas, pero en
este tipo de literatura “gráfica” suele pasar inadvertido el nombre del
argumentista (al menos en México). También lo es porque se trata de uno
de los escritores más ácidos y satíricos de la escena nacional, sobre el
que se ejerce una censura hipócrita, difícil de desentrañar, y
finalmente, quizás como consecuencia de lo anterior, se trata de un
escritor cuya falta de difusión es consecuencia de que su obra está
editada (mal editada, en ocasiones), por lo general en editoriales
marginales, con bajos y mal distribuidos tirajes, a pesar de ser un
escritor enormemente atractivo, en términos de estilo y de temas, para
un público muy heterogéneo.
Y es que, no obstante su extraordinaria calidad narrativa, con la que
muy pocos podrían competir, Martré es un escritor sumamente incómodo
para la literatura canónica nativa. Su vena satírica, rasgo esencial de
su obra, aparte de penetrar con bisturí los rasgos más notorios y
endebles de la vida y el carácter nacionales, suele enderezar sus obuses
críticos en contra de no pocos de los más reconocidos artistas
plásticos, escritores y críticos de México, de las más diversas
escuelas, y aun de los funcionarios encargados de la difusión de la
cultura nacional, lo cual puede explicar, al menos en parte, la acotada
difusión de su obra. En sus textos, connotados funcionarios públicos
como Consuelo Sáizar, críticos literarios tan disímiles y conspicuos
como Christopher Domínguez Michael, Adolfo Castañón o Evodio Escalante,
autores respetados —y canonizados— en las dos orillas del Atlántico, del
talante de Carlos Fuentes o Fernando del Paso, son blanco de su
incurable y magnífica sátira. Una sátira, por lo demás, espléndidamente
divertida. De cualquier modo, la respuesta del medio intelectual ha
sido, por lo general, el gélido ninguneo.
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